José López de la Huerta nació en Madrid en 1743. Estudió con los jesuitas en el Real Seminario de Nobles de esta ciudad y, gracias a su padre, fue oficial de la Tesorería General de Guerra y censor de los Estudios Reales de San Isidro antes de partir al extranjero. En 1774 se embarcó con destino a Londres, donde ejerció como oficial de secretaría de aquella embajada. Desde allí se trasladó a la de París y, en 1780, lo nombraron oficial de partes de la Primera Secretaría de Estado y del despacho. Por Real Decreto, en 1786, pasó a ser caballero de la Real Orden de Carlos III, y en ese mismo año fue nombrado secretario de la embajada española en Viena. Antes de regresar a Madrid, donde murió en 1809, ejerció también como ministro plenipotenciario en Génova, Viena y Parma, y como embajador en Suecia.
Pese a las múltiples obligaciones que contrajo con el Estado, López de la Huerta dedicó parte de su tiempo a la redacción de su Examen de la posibilidad de fixar la significación de los sinónimos de la lengua castellana. La primera edición de su obra se publicó en Viena, en 1789, con la intención de seguir los pasos de los sinonimistas franceses que habían comenzado a escribir, pocos años atrás, sobre esta cuestión. López de la Huerta no fue un reputado lingüista, pero mostró cierto interés por el fenómeno de la sinonimia, que le generó tanto seguidores como detractores. Fue acusado de plagio, probablemente por haber tomado como referencia a unos autores, cuyo origen ya era motivo suficiente de rechazo en la época, aunque también recibió críticas favorables. La obra gozó de un notable éxito, como demuestran las numerosas reimpresiones que se hicieron de ella, las dos últimas corregidas y aumentadas. Asimismo, tuvo una edición póstuma en 1830 titulada Sinónimos castellanos, en la que se unen la obra de López de la Huerta y la de Nicasio Álvarez de Cienfuegos (1764-1809) para probar un nuevo tipo de letra llamada microscópica. En cuanto a su proceder, nuestro autor no siempre recurría a los clásicos para su labor de fijación, como hacía el francés Gabriel Girard (1677-1748), pues advirtió que el uso de la lengua podía producir cambios en el léxico. Tampoco le pasó inadvertido que el conocimiento de los matices en el significado, que podían aportar obras como esta, no era tan útil en el ámbito cotidiano, donde se aceptaba la sinonimia absoluta, como en otros contextos de mayor exigencia retórica. En definitiva, pese a que no fue un hombre dedicado a la lengua, la inclinación por la sinonimia llevó a López de la Huerta a erigirse como una figura de referencia para autores más jóvenes.
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Leticia González Corrales