El verdadero nombre de este religioso capuchino, misionero y lingüista español, activo en las Islas Carolinas a finales del siglo XIX, fue José Gandaluce Urbina. El joven José nació en la localidad alavesa de Aríñez (hoy, integrada en la capital provincial, Vitoria) en 1858; se desconoce cualquier dato alusivo a la calidad de su familia y todos los detalles sobre los primeros años de su vida. La primera fecha segura en el periplo vital del alavés es 1876, año en que ingresó en la orden capuchina –seguramente, en su convento de Rueda (Valladolid)– y cambió su nombre de bautismo por el de Agustín M.ª de Aríñez, como homenaje a su localidad natal; por espacio de cuatro años (1876-1880), desde los 18 hasta los 22, vivió como novicio en el corazón de la provincia capuchina de Castilla. Cuatro años más tarde (1884), nuestro autor recibió la ordenación sacerdotal en un momento especialmente propicio para su congregación: en 1885 fueron reorganizadas las provincias capuchinas españolas y, en 1886, les fue encomendada a estos frailes la evangelización de las Filipinas y de los demás archipiélagos españoles en el Pacífico; en este contexto, el padre Aríñez fue elegido para formar la primera expedición dirigida a aquellos territorios, cuyo fin era convertir a los naturales y frenar la expansión de los misioneros protestantes norteamericanos. El 1.º de abril de 1886, previa reunión de los integrantes de la expedición en el convento de Arenys de Mar (Barcelona), partieron del puerto de la Ciudad Condal rumbo a Manila, adonde arribaron un mes y medio más tarde, tras realizar una breve parada en Singapur. Pocos días después, el capuchino se trasladó a las Islas Carolinas, archipiélago al que permanecería ligado durante el resto de su vida; solo unos meses antes la soberanía española sobre ese territorio acababa de ser confirmada tras la denominada Crisis de las Carolinas (1885), un pequeño conflicto que enfrentó a España con Alemania por la posesión de estas. Durante 13 años, Aríñez misionó en las tierras del pueblo canaca, del que llegó a conocer a la perfección su lengua, y entre cuyos integrantes fue muy querido y respetado, pues no escatimó desvelos –incluso llegó a enfrentarse, siempre que fue preciso, a los colonos españoles– en defensa de esa comunidad indígena. En 1898, en plena guerra hispano-estadounidense, la situación en las Carolinas se hizo insostenible, pues los pueblos indígenas, aprovechando el aislamiento y el desabastecimiento de las unidades militares españolas, se sublevaron; unos meses más tarde, a principios de 1899, Agustín de Aríñez falleció de una dolencia estomacal –con solo 41 años– en la isla de Ponapé; se especula con que fuera envenenado a instancias de la comunidad española que, utilizando la situación de vacío de poder, quiso eliminar a tan incómodo vecino.
El trabajo lexicográfico de este fraile alavés cristalizó en su Diccionario hispano-kanaka, impreso en la ciudad filipina de Tambobong, pues las Carolinas carecían de imprenta. Esta nomenclatura monodireccional, inserta dentro de la tradición de la lingüística misionera, que perseguía la creación de materiales y herramientas que facilitaran el adoctrinamiento de los pueblos indígenas, consta de más de 3500 entradas castellanas con su traducción al canaca. La obra va encabezada por una serie de notas fonológicas, morfológicas y gramaticales destinadas a la mejor comprensión de esa lengua polinesia; al final de se inserta una serie de ejercicios prácticos a modo de diálogos.
Jaime Peña Arce