Andrés Carro fue un misionero y lexicógrafo aficionado español del siglo XVIII. Se sabe que nació en la localidad burgalesa de Pedrosa del Príncipe en 1733, y que profesó en 1757 en el convento de los agustinos filipinos de Valladolid. Tras una breve estancia en El Puerto de Santa María (Cádiz), previa a su embarque hacia el Archipiélago filipino, arribó a Manila en 1762. Entre esa fecha y 1774 se desempeñó como misionero, impartiendo doctrina en diversas comunidades del norte de la isla de Luzón. Tras esta primera etapa como misionero, nuestro autor alcanzó responsabilidades relevantes en la diócesis de Nueva Segovia y se convirtió en visitador de muchos conventos de la provincia. El padre Carro simultaneó estas labores con tareas de filólogo aficionado, igual que otros muchos representantes de la denominada lingüística misionera. Falleció en Filipinas en 1806.
La labor lexicográfica sobre la lengua ilocana, realizada por la orden de San Agustín durante los siglos XVII y XVIII, fue una ardua tarea (debido al deficiente conocimiento de ese idioma y a su estudio subsidiario a partir del tagalo) que exigía una constante corrección, tarea común y acumulativa, realizada por sucesivos religiosos –muchos de ellos, desconocidos– asentados en el norte de la isla de Luzón. Por este motivo es muy difícil concretar qué parte es original de cada autor y cuál proviene de obras anteriores, cuestión que se complica aún más por la no conservación de muchos de estos materiales, pues nunca llegaron a imprimirse. En la actualidad, la investigación parece coincidir en la siguiente cronología: el agustino Francisco López (¿?-1631) compuso un vocabulario manuscrito español-ilocano; años después, los religiosos catalanes, Pedro Carbonell, O. S. A. (1665-1711) y Miguel Albiol, O. S. A. (¿?-1770), redactaron, bajo el nombre de Thesauro, la parte ilocano-español, con el fin de completar la obra de López. Una versión algo posterior de este Thesauro fue encontrada (2014) en la Real Biblioteca del Palacio de Oriente de Madrid, y así ha quedado convertida en el material lexicográfico manuscrito más antiguo conocido sobre este idioma. Parece que el texto fue remitido a Madrid a instancias de Carlos III (1716-1788), rey de España, quien –movido por su espíritu ilustrado– quiso contribuir al proyecto de diccionario universal amparado por Catalina la Grande (1729-1796), zarina de Rusia, recopilación que vio la luz bajo el título de Linguarum totius orbis vocabularia (Typis Ioannis Caroli Schnoor, Petrópolis –San Petersburgo–, 1786). Obviamente, el manuscrito no fue enviado a la corte imperial rusa y permaneció perdido durante más de 200 años. A continuación, el agustino Pedro de Vivar (1730-1771) enmendó, con ayuda de otros religiosos, el Thesauro de Carbonell y Albiol, y redactó el Calepino ilocano, del que se conserva un manuscrito no autógrafo (fechado ca. 1797) en la biblioteca del Real Colegio de los Padres Agustinos Filipinos, en Valladolid. La obra de Carro sería una reorganización del texto de Vivar, y por tanto, al igual que su antecesor, unidireccional español-ilocano. Carro publicó su obra en el convento que su orden poseía en la localidad de Samoloc en 1792. De esta edición finisecular, de muy escasa tirada y difusión, no se conservan ejemplares. En 1849, y con sello del Colegio de Santo Tomás de Manila, salió al mercado una nueva edición del diccionario, aumentado por anónimos religiosos agustinos; esta edición fue reimpresa en 1888 (Establecimiento Tipo-Litográfico de M. Pérez, Hijo, Manila).
Jaime Peña Arce