Gregorio Garcés fue un religioso y gramático español del siglo XVIII. Nuestro autor nació en la localidad de Hecho, en el Pirineo occidental oscense, en 1733. La investigación no maneja datos sobre su extracción familiar ni sobre los primeros años de su vida. Con 16 años, en 1749, Garcés ingresó en el noviciado jesuita de Aragón, sito en Tarragona, donde permaneció por espacio de cuatro años. Entre 1753 y 1757 estudió Filosofía en el colegio de Calatayud, y entre 1758 y 1762 se formó en Teología en el de Zaragoza; al término de su formación, continuó ligado al colegio zaragozano, institución en la que –tras la tercera probación (1764-1765)– comenzó a enseñar Gramática. Su carrera en aquel colegio, junto con su vida en España, se vio truncada por el decreto de expulsión de su orden (1767), ratificado por Carlos III (1716-1788). Así las cosas, el aragonés se trasladó a Italia: primero se asentó en Córcega, pero la isla genovesa fue ocupada por Francia a los pocos meses –país que, cinco años antes, había expulsado también a la orden–, por lo que nuestro protagonista huyó a los Estados Pontificios y se instaló en la ciudad de Ferrara; allí permanecería durante 30 años pese a que, por la presión de los monarcas de la casa de Borbón (Francia, España y Nápoles) y Portugal, el papa Clemente XIV (1705-1774) suprimió la Compañía en 1773 (no sería rehabilitada hasta 1814). A finales del siglo XVIII todo parecía indicar que el nuevo Papado se decantaba por la restauración de la Compañía, por lo que, en 1798, Carlos IV (1748-1819) permitió el regreso de los antiguos jesuitas a España. A esta medida de gracia se acogió Garcés; no obstante, solo pudo permanecer tres años en su país natal, ya que –finalmente– Pío VII (1742-1823) no revocó la decisión tomada por su antecesor, motivo por el cual el monarca español volvió a expulsar a los jesuitas retornados en 1798. Ya anciano y enfermo, el cheso regresó a Italia (esta vez a Roma), donde murió, con 72 años, en 1805.
El trabajo filológico de este autor cristalizó en la obra Fundamento del vigor y elegancia de la lengua castellana […], de dos tomos, compuesta durante su exilio italiano, y publicada –pese a ello– en Madrid, a instancias de la Real Academia Española. Este texto se constituye en una defensa purista de la lengua castellana, apoyada en su fraseología y en su gramática, al hilo de trabajos análogos realizados durante la Ilustración en España. El contexto de elaboración de esta apología fue muy concreto: durante el siglo XVIII, la literatura italiana, muy barroquizada, transitaba por una decadencia cuyo final no alcanzaba a verse. Ante esta situación, muchos intelectuales del país trasalpino responsabilizaron del caso a la influencia de la lengua y la cultura española –consecuencia de la dominación política hispánica sobre la mayoría de los estados de la Península italiana, realidad ratificada tras la paz de Cateau-Cambrésis (1559), y vigente durante casi dos siglos, momento en el cual, tras los tratados de Utrecht y Rastatt (1713-1714), Austria ocupó el papel preponderante– y a la similitud y cercanía entre ambas lenguas románicas. Muchos jesuitas españoles asentados en los Estados Pontificios, con Garcés a la cabeza, rebatieron esta tesis, para lo que se valieron de las autoridades literarias del Siglo de Oro español, cuyo estilo reivindicaron. La primera parte del Fundamento, tras una amplia digresión sobre el origen de las lenguas, se encarga del estudio de las partículas, ordenadas alfabéticamente; la segunda, tras un prólogo dedicado a la defensa de la lengua española y a la prevención sobre el negativo ascendiente que sobre ella ejercen los extranjerismos, presenta un estudio morfosintáctico de –por este orden– el artículo, el nombre, el pronombre y el verbo; por último, se adentra en la fraseología. La obra de Garcés fue reeditada, también en dos volúmenes, a mediados del siglo XIX (Imprenta y estereotipia de M. Rivadeneyra, Madrid, 1852-1853), con un estudio previo de Antonio de Capmany (1742-1813); menos de 30 años después fue llevada de nuevo a las prensas (Imprenta de Leocadio López, Madrid, 1885), con algunas notas de Juan Pérez Villamil (1754-1824) y un prólogo de Antonio María Fabié (1832-1899).
Jaime Peña Arce