Enrique de Leguina y Vidal nació en Madrid en 1842, donde cursó sus primeros estudios hasta ingresar en la Universidad madrileña para estudiar Derecho. Una vez finalizados sus estudios empezó a trabajar como empleado en el Ministerio de Ultramar. Pronto se fue a Santander, como jefe político del Partido Conservador, identificándose con la tierra y sus gentes, a las que dedicó diversas obras, siendo designado cronista. Más tarde desempeñó en mismo cargo en La Coruña, desde donde fue a Córdoba como gobernador civil durante cuatro años. Allí comenzó a interesarse por el arte, por las artes ornamentales. Desempeñó ese mismo cargo en Sevilla durante nueve años más. En 1891, ya en Sevilla, Alfonso XIII (1886-1841, rey desde su nacimiento –aunque de manera efectiva en 1902– hasta 1931) le concedió el título de barón de la Vega de Hoz, creado para él, pues de esas tierras cántabras era su primera mujer. Fue jefe superior de la Administración Civil en Madrid, y consejero de Instrucción Pública, entre otros cargos. Fue director de la Revista de la Sociedad de Amigos del Arte. Su dedicación a la política le llevó a ser senador por la Sociedad Económica de Sevilla (1901-1902). En 1914 fue elegido miembro de número de la Real Academia de la Historia (medalla 19), de la que era correspondiente por Santander desde 1876. Murió en Madrid en 1924.
No es este el lugar para hacer una relación de sus numerosas publicaciones (que pueden verse en el artículo de Vicente Castañeda) de temática diversa, si bien conviene recordar que, entre otras, dedicó varias obras a temas santanderinos y cántabros, especialmente en sus primeros años. Como aficionado al arte dejó no pocos artículos y libros. Su inclinación preferente era hacia el hierro y la forja, motivo que lo llevó a escribir sobre libros de esgrima, sobre armas y sobre espadas. Sin duda, esa es la razón por la que redactó el Glosario de voces de armería, repertorio de carácter especializado –y limitado a las armas blancas– con el que pretendía que aumentara el conocimiento de la materia sin incurrir en los frecuentes errores de todo tipo que se cometían, y para mejorar el anterior de Antonio Martínez del Romero (1849), así como las definiciones carentes de exactitud del diccionario académico. En él da cuenta de unas 4000 entradas. Su punto de partida son numerosos repertorios anteriores, tanto españoles como de otras lenguas, y abundantes inventarios, tratados y memorias, que va citando en las voces correspondientes.