Esteban Pichardo Tapia fue un conocido abogado, escritor, lexicógrafo, y el más importante geógrafo cubano, aunque nacido en la ciudad de Santiago de los Caballeros, en la isla de Santo Domingo o La Española, el 26 de diciembre de 1799. Cuando solo contaba dos años de edad, y como consecuencia de la cesión de la isla a Francia, su familia se trasladó a la isla de Cuba, instalándose en Camagüey (entonces llamada Puerto Príncipe). Allí realizó sus primeros estudios, pero pronto se trasladó a La Habana en cuyo Seminario de San Carlos y San Ambrosio recibió el título de bachiller. En 1822 se licenció en Derecho en la universidad capitalina, habiendo ejercido la profesión en Guanajay (Pinar del Río), La Habana, Matanzas y Puerto Príncipe. Muy pronto manifestó sus diferencias políticas con la metrópoli. En 1925 viajó a Puerto Rico, Filadelfia y a la metrópoli (donde tuvo problemas de malentendidos legales, por lo que huyó a Francia y Estados Unidos). Una vez absuelto volvió a dedicarse a su profesión de abogado. Sin embargo, su pasión fue la geografía. El llamado «padre de los geógrafos cubanos» realizó trabajos de campo que le obligaron a recorrer diversas regiones con el afán de recopilar datos de interés toponímico. Fue Archivero de la Dirección de Obras Públicas y perteneció a la Sociedad Económica de Amigos del País y a la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana. Pronto fue olvidado por quienes le debían no poco, y vivió el resto de su vida en la estrechez económica, solamente acompañado por su familia. Falleció ciego y pobre el 26 de agosto de 1879 en La Habana.
Entre sus obras cartográficas destaca el Gran mapa de Cuba, que vio la luz en 1874, al que le dedicó más de tres décadas de su vida. También le atrajo la creación literaria (sin olvidar su inclinación por la pintura y la música). Prueba de ello es su Miscelánea poética, colección de versos, no especialmente afortunados, que vio la luz en 1822. Más interés ofrece su novela costumbrista, de carácter autobiográfico, El fatalista, publicada en 1865. Su contribución al ámbito lexicográfico es el Diccionario provincial de voces cubanas, el primer repertorio de voces regionales de nuestra lengua que se publica, tras el de Antonio Alcedo (1735-1812). Las voces de que da cuenta no siempre son particulares de Cuba, pues aparecen castellanismos (si designan una realidad distinta a la peninsular, y les pone la marca de criollo), voces indígenas americanas, y términos de otras lenguas europeas. Una de las dificultades que tiene el Diccionario provincial es la pretensión de reflejar la pronunciación cubana con sus particularidades fonéticas, al tiempo que desea respetar las normas académicas. La obra resulta de enorme interés por consignar regionalismos recogidos de primera mano y en gran cantidad, además del empeño por ofrecer informaciones y definiciones de carácter lingüístico, si bien Pichardo no pudo escaparse a la tentación o a la necesidad de proporcionar descripciones extralingüísticas. Pese a que fue una las fuentes consultadas por Vicente Salvá para la elaboración de su repertorio, en ningún momento lo cita, lo que provocó la queja de Pichardo (visible ya en el prólogo de la segunda edición de su diccionario) e, incluso, que diera cuenta en la cuarta edición de algunos errores cometidos por el lexicógrafo valenciano.
El Diccionario provincial de voces cubanas tuvo un notable éxito, ampliándose en las cuatro ediciones que salieron en vida del autor, con algunos pequeños arreglos en el título. Fue nuevamente ampliado por Esteban Rodríguez Herrera en una edición aparecida en 1953.