José María de Pereda fue un político, periodista, filólogo aficionado y –sobre todo– un célebre escritor del Realismo decimonónico español. Nuestro autor vio la luz en una localidad de la comarca del Besaya, Polanco (Cantabria, España), muy próxima a Torrelavega. Se crió en el seno de una orgullosa familia hidalga venida a menos, reforzada por los réditos –como era común en el Santander de la época– de la emigración a Cuba. La dicotomía entre los valores tradicionales de la hidalguía y el agro montañés, y los más liberales de la floreciente burguesía comercial santanderina (que venía sosteniendo a la primera desde la concesión al puerto de Santander, por decreto de Carlos III (1716-1788), del abastecimiento de harinas castellanas a Cuba, y desde el asentamiento en la ciudad, en 1828, de los emprendedores españoles expulsados del México recién independizado), marcarán en gran medida la ideología política y el pensamiento perediano, no carente de contradicciones. José María de Pereda vivió su infancia y aprendió las primeras letras en la localidad que lo vio nacer, muy influenciado por dos figuras familiares: por un lado, su madre, mujer de gran fuerza y carácter –llegó a alumbrar nada menos que 22 hijos, aunque muchos de ellos murieron– y de acendrados valores tradicionales y religiosos; y por otro, su hermano mayor, quien, tras la muerte del padre, emprendió la aventura indiana para sostener a la familia. Por consejo de este hermano, la familia se trasladó en 1843 a Santander para que José María pudiera ampliar sus estudios en el Instituto Cántabro. Culminada la secundaria, Pereda se instaló en Madrid, en 1852, con la intención de preparar su ingreso en la Academia de Artillería de Segovia, pues la familia lo había inducido hacia la carrera militar. Nada más lejos de los ánimos del futuro célebre escritor, quien, durante su estancia en la capital hizo de las tertulias literarias su escuela y comenzó a interesarse por la política: su pensamiento evolucionó a lo largo de su vida desde una ideología progresista crítica con la corrupción de la corte de Isabel II (1830-1904), que cultivó durante su estancia en Madrid, hasta el abrazo de la ideología carlista, defensora de valores tradicionales y crítica con el centralismo político impuesto por los gobiernos de la Restauración, ya alcanzada la madurez. En 1855 regresó a Santander y comenzó su labor como periodista publicando numerosos cuadros de costumbres; en esta etapa, la naturaleza huraña, débil y enfermiza del autor comienza a manifestarse, y ya no lo abandonará hasta el final de su vida. Alcanzada rápidamente fama como periodista, su éxito como novelista era solo cuestión de tiempo. En torno a 1870 era ya un escritor de prestigio, y podía permitirse vivir de ello. Por esas mismas fechas comenzó su carrera política: fue elegido diputado, dentro de las listas carlistas, por el distrito montañés de Cabuérniga. Pereda, pese a sus convicciones políticas, fue amigo de intelectuales de diversa afiliación: desde correligionarios como Marcelino Menéndez Pelayo (1865-1912) o Gumersindo Laverde Ruiz (1835-1890), pasando por abiertos progresistas anticlericales, como Benito Pérez Galdós (1843-1920) o Leopoldo Alas «Clarín» (1852-1901), a –por comunión de pensamiento anticentralista– diversos representantes de la Renaixença catalana, como Manuel Milà i Fontanals (1818-1884). Sus últimos decenios estuvieron marcados por sus triunfos como escritor, que lo llevaron a ingresar como académico de número en la Real Academia Española en 1897 –aunque para ello tuviera que falsear su residencia en su tan denostado Madrid–, y por el marcado deterioro físico y personal, acrecentado por el suicidio de su hijo en 1893, fecha en la que su propia casa –junto con buena parte de su legado intelectual– desapareció, igual que toda la fachada marítima de Santander, tras la explosión del vapor Cabo Machichacho, barco cargado de dinamita y anclado en la bahía de la ciudad, a la espera de zarpar hacia La Habana, ciudad ya acosada por los movimientos independentistas cubanos. José María de Pereda falleció finalmente en Santander, en 1906, recibiendo grandes reconocimientos durante sus funerales.
Su labor filológica surgió al calor de su consagración como novelista y tiene un punto claro de inicio: su nombramiento en 1872 como correspondiente por Santander de la Real Academia Española. A partir de entonces colaboró en la redacción de la duodécima edición del DRAE (1884) con la introducción de voces dialectales, labor también realizada –y paralela en el tiempo– por su amigo Gumersindo Laverde, correspondiente por Lugo, pero cántabro de nacimiento. Producto de un malentendido con la Academia, Pereda redactó entre los años 1874 y 1875 un informe sobre el estado del castellano en su región; este estudio, aunque realizado por un lego como él en materia lingüística, es considerado el primer tratado moderno sobre el español hablado en Cantabria, y fue reproducido en un artículo publicado por Ramón Menéndez Pidal (1869-1868) en 1933. No obstante, la investigación posterior ha demostrado que el conocimiento de Pereda sobre las hablas de la Montaña era superficial y escaso. Fueron las sugerencias de Menéndez Pelayo las que llevaron a nuestro autor a la redacción de Sotileza, novela que reproduce la vida del Santander marinero y pescador de mediados del siglo XIX que Pereda había conocido durante sus años de instituto, y a la inclusión, a modo de apéndice, de un pequeño glosario, Significación de algunas voces técnicas y locales […], en el que quedaba recogida la terminología marinera, tanto exclusivamente local como general, que aparecía en las páginas de la obra. Esta pequeña recopilación, de apenas seis o siete páginas, es considerada el primer ejemplo de lexicografía dialectal en Cantabria. Así, pese a carecer de formación específica, José María de Pereda debe ser considerado el precursor de los estudios sobre el español de Cantabria de toda índole: fonética, prosódica –aspecto en el que hacía mucho hincapié–, morfosintáctica y léxica.