Pedro María José de Mugica (y no Múgica) Ortiz de Zárate fue un filólogo, profesor, lexicógrafo, compositor y crítico musical español, que desarrolló la mayor parte de su carrera profesional en Alemania. Nació en Bilbao, en 1854, en el seno de una familia de calidad desconocida, aunque se le presupone cierto desahogo económico. Los datos conservados sobre la biografía de este autor son bastante escasos. Parece que cursó los estudios primarios en su ciudad natal, donde es seguro que completó el bachillerato en 1870. Comenzó su formación universitaria en Vitoria, pero la terminó en Madrid, ciudad en la que se licenció –tras una trayectoria un tanto errática– en Ciencias Naturales (1877). A continuación, y por espacio de nueve años, residió en su ciudad natal, donde trabajó como periodista al tiempo que preparaba diferentes oposiciones para empleos públicos. Frustrado por sus fracasos y desencantado con el ambiente cultural y educativo español, abandonó la capital vizcaína en 1886. Se asentó durante unos meses en París, ciudad en la que trabó relación con Rufino José Cuervo (1844-1911), y, después, en Londres. En 1888 se instaló en Berlín, urbe en la que habitó hasta el final de sus días y lugar en el que completó sus estudios filológicos de la mano del romanista suizo Adolf Tobler (1835-1910), gracias al cual alcanzó el grado de doctor en 1911. En la capital alemana compaginó la docencia universitaria de lenguas con la dirección de un liceo privado y con la composición de múltiples escritos eruditos, que cristalizaron en publicaciones propias (impresas durante el último decenio del siglo XIX y en los primero años del siguiente) o en artículos y reseñas recogidos por la revista Zeitschrift für romanische Philologie (publicados a lo largo de las tres primeras décadas del XX). Mugica tampoco descuidó nunca su pasión por la música instrumental. Durante sus años en la capital del Imperio alemán, especialmente durante los primeros, realizó viajes esporádicos a España, donde imprimió algunas de sus obras. Asimismo, mantuvo correspondencia con algunos de los más prestigiosos intelectuales de su tiempo, tanto extranjeros como españoles; entre otros, cabe destacar la relación epistolar que tuvo con su paisano Miguel de Unamuno (1864-1936) o con el filólogo mallorquín Antoni M.ª Alcover (1862-1932). Tras más de medio siglo de residencia, murió con casi 90 años de edad en un Berlín asolado por los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El año de su fallecimiento fue 1943, no 1944, tal como recoge la mayor parte de la crítica.
Aunque la labor filológica de este autor es considerable, su carácter heterodoxo, mordaz y burlón –unido a su largo distanciamiento de las principales instituciones culturales de la España de su tiempo– ha determinado el gran desconocimiento que existe aún hoy sobre su considerable producción científica. Además de numerosos artículos publicados en la Zeitschrift fur romanische Philologie, muchos de ellos todavía sin estudiar en la actualidad, destaca su primer gran trabajo: Gramática del castellano antiguo, del que solo vio la luz el primer volumen, dedicado a la fonética, y anterior a la mucho más conocida de Ramón Menéndez Pidal (1869-1968). Dentro de la labor filológica del bilbaíno, siempre destacó –producto de su formación como romanista– su profundo interés por la Dialectología, entendida esta como la principal evidencia del origen común y de la conexión entre las diferentes lenguas neolatinas. Dentro de este interés se inserta la siguiente de sus grandes obras publicadas: Dialectos castellanos. Montañés, vizcaíno, aragonés, cuyo primer y único tomo, dedicado a cuestiones fonéticas completadas con amplios glosarios léxicos, vio la luz en 1892. Dos de sus siguientes obras, Maraña del idioma. Crítica lexicográfica y gramatical y Maraña del Diccionario de la Academia, suponen un ataque directo y furibundo a la Real Academia Española, institución que fue objeto de frecuentes dardos por parte de Mugica hasta su reconciliación, producida tras el nombramiento de nuestro expatriado como académico correspondiente extranjero en Berlín a finales de los años 20. Finalmente, y como consecuencia de su labor docente, llevó a las prensas un libro de texto, Libro de lectura para el primer curso de castellano (1898), y una guía de conversación, Eco de Madrid (1907 y reimpresa en 1915). Toda esta producción se difundió ampliamente por Alemania y, pretiriendo España, alcanzó fama en toda Hispanoamérica. Hasta tal punto esto es así que, tras la muerte de Mugica, dos intelectuales americanos –el chileno Miguel Luis Amunátegui Reyes (1862-1949) y el catalán naturalizado argentino José María Monner Sans (1896-1987)– le dedicaron numerosos estudios y reflotaron la «Sociedad Mugicana», creada por el propio Mugica (muestra de su, en ocasiones, desmedido amor propio) y la consagraron a la pervivencia del legado intelectual de nuestro protagonista.
Jaime Peña Arce