Joaquín García Icazbalceta fue un filólogo, historiador, erudito y político mexicano del siglo XIX que, con el tiempo, llegaría a convertirse en uno de los representantes más destacados del panorama cultural del México decimonónico. Nuestro autor nació, en 1825, en una Ciudad de México que acababa de abandonar su condición de capital del Virreinato más importante del Nuevo Mundo para convertirse en la cabeza de los recién emancipados Estados Unidos Mexicanos. García Icazbalceta vio la luz en el seno de en una familia compuesta por un riojano, que había emigrado a la Nueva España a comienzos del siglo XIX como consecuencia de la invasión napoleónica de España, y por una criolla chilanga de ascendencia vasca. Debido a la condición española de su padre –y tras el decreto (1828) del presidente José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Félix (1786-1843), más conocido como Guadalupe Hidalgo, que obligaba a abandonar el país a todos los españoles, incluidos sus cónyuges e hijos– la familia del futuro polígrafo se vio obligada a embarcar en Veracruz, rumbo a España, cuando el pequeño Joaquín contaba solo con cuatro años de edad. En 1829, los García Icazbalceta se instalaron en Cádiz, donde residieron por espacio de siete años; en esa ciudad andaluza aprendió el futuro lexicógrafo las primeras letras. Cuando la familia regresó a México en 1836, fecha en la que España reconoció la independencia del país, nuestro autor continuó su formación –que siempre fue autodidacta, pues no cursó nunca ninguna enseñanza reglada– de la mano de personajes de la talla de Lucas Alamán (1792-1853) y Carlos M.ª de Bustamante (1774-1848), interesándose, muy especialmente, en primer lugar, por las lenguas orientales y, después, por la cultura y las lenguas de los pueblos amerindios. Debido a la acomodada posición que heredó de su familia, el mexicano pudo dedicar toda su vida a diferentes tareas eruditas e investigadoras (que produjeron trabajos de gran erudición y rigor metodológico), que compaginaba con la administración de su hacienda, llamada de Santa Clara de Montefalco, situada en el municipio de Jonacatepec, en la zona oriental del estado de Morelos; además, dentro del turbulento siglo XIX mexicano, ocupó un papel destacado en la esfera política, siempre desde la defensa de un ideario conservador y próximo a la Iglesia. García Icazbalceta entroncó, por vía matrimonial, con la familia Heras-Soto, uno de los mejores linajes mexicanos con origen en la región española de Cantabria y tuvo dos hijos, uno de los cuales, Luis García Pimentel (1855-1930) desempeñó un papel decisivo en la edición y en la impresión de sus obras de contenido filológico. El episodio más conocido de la trayectoria de nuestro protagonista vino de la mano de la publicación de una biografía del controvertido franciscano vizcaíno Juan de Zumárraga (1468-1548), primer arzobispo de la diócesis de México y testigo preferente de las apariciones de la Virgen de Guadalupe; en esta obra, titulada Don fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México (Andrade y Morales, Ciudad de México, 1881), García Icazbalceta defendió la figura de este religioso, muy vilipendiada por los intelectuales criollos –como fray Servando Teresa de Mier, O. P. (1765-1827) o su maestro, Carlos M.ª de Bustamante– que, desde mediados del siglo XVIII, venían defendiendo el supuesto culto, ya desde la época prehispánica, de la población del Valle de México a la Virgen de Guadalupe (y renegando del papel de Juan de Zumárraga en esas apariciones marianas), argumento que utilizaron para defender la legitimidad del proceso de independencia, negando a la metrópoli su labor en la evangelización del país. La acerba apología que nuestro autor realizó del franciscano español como protector de las comunidades indígenas, y su escasa defensa de la veracidad de las apariciones guadalupanas (ya hubieran tenido lugar en la época prehispánica, ya en los primeros tiempos del periodo virreinal) le valieron el señalamiento de una gran parte de la sociedad mexicana, tanto de los sectores más liberales (que defendían la brutalidad de todos los conquistadores sobre la población aborigen) como del pueblo llano mexicano –profundamente católico– que, muy manipulado, entendió que García Icazbalceta había negado la existencia de las tales apariciones (en realidad, solo dio fe de la no conservación de ningún documento acreditativo del fenómeno). Sea como fuere, nuestro autor llegó a convertirse en una figura imprescindible de la intelectualidad mexicana de la época: fue uno de los socios fundadores de la Academia Mexicana de la Lengua, de la que fue director desde 1883 hasta su muerte. Joaquín García Icazbalceta falleció en la Ciudad de México, en 1894, con 69 años.
La producción erudita de esta autor es amplísima y se centró, muy especialmente en cuestiones históricas. Su quehacer filológico –concretamente, lexicográfico– cristalizó en la composición de su truncado Vocabulario de mexicanismos, pues García Icazbalceta solo pudo concluir el primer tomo (a-g), que fue publicado póstumamente gracias a los desvelos de su hijo Luis. Este último incluyó, a modo de prólogo, un artículo paterno sobre la cuestión del americanismo léxico, incluido en las memorias de la Academia Mexicana, en el que el mexicano exponía sus ideas sobre el español de América –basadas en las de Rufino José Cuervo (1844-1911) tomadas a su vez, en parte, de las de Jerónimo de Mendieta, O. F. M. (1525-1604)– y sobre el concepto de provincialismo; justificaciones teóricas empleadas por el autor para defender la relevancia de su obra. Este diccionario, compuesto por 2227 entradas, contiene un gran número de citas de autoridad, junto con consideraciones prescriptivas sobre el uso de las voces recogidas. El Vocabulario de García Icazbalceta sirvió de base al monumental Diccionario de mejicanismos (Ediciones Porrúa, Ciudad de México, 1959), del lexicógrafo tabasqueño Francisco Javier Santamaría (1886-1963).
Jaime Peña Arce