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Tomás Antonio Sánchez y Fernández de la Cotera fue un sacerdote, escritor, latinista, medievalista, historiador de la literatura y lexicógrafo español del siglo XVIII. Nació en la mies de La Castañera, perteneciente a la aldea de Ruiseñada (Comillas, Cantabria), en 1725, en el seno de una familia hidalga, pero de modestos recursos económicos. Tras vivir los primeros diez años de su vida en su aldea natal, Sánchez fue enviado por sus padres a la cercana localidad de Novales (Alfoz de Lloredo, Cantabria) para que asistiera a unos cursos de latinidad impartidos por un vecino de aquella localidad. Terminada esta formación, que duró varios años, su familia decidió enviarlo a Sevilla (1742) para que –apoyado por unos parientes avecindados en la capital andaluza– continuara allí sus estudios; en la ciudad hispalense se hizo bachiller y estudió Humanidades, Súmulas y lenguas clásicas. Gracias a sus notables conocimientos de hebreo –no en vano, fue la primera persona en traducir e interpretar el epitafio en esa lengua semítica que corona el sepulcro de Fernando III el Santo (1199 o 1201-1252)–, el montañés consiguió una beca para el Colegio trilingüe de Salamanca, donde obtuvo –en un solo año– el bachillerato en Artes (1751) y se licenció en Teología; completados estos estudios, y tras varios intentos frustrados, consiguió una cátedra en la Universidad salmantina (1752-1757) y terminó ordenándose sacerdote. En 1757, Sánchez, decidido a seguir la carrera eclesiástica, abandonó la docencia y regresó a su patria chica –concretamente, a Santillana del Mar–, en cuya colegiata desempeñó el cargo de magistral durante cinco años. En una breve visita a Madrid, nuestro autor conoció a Juan de Santander (1712-1783), a la sazón director de la Real Biblioteca (germen de la Biblioteca Nacional de España), de quien se convirtió en protegido; así las cosas, en 1761, Sánchez se asentó en la Corte y comenzó a trabajar en la Real Biblioteca, institución a la que dedicaría el resto de su vida y que llegaría a dirigir. En 1752, el de Ruiseñada había sido nombrado miembro de la Academia de Buenas Letras de Sevilla; más tarde, lo sería de otras corporaciones: de la Real Academia de la Historia (1757) y de la Real Academia Española (primero, en 1763, como académico supernumerario, y en 1768, como académico de número). Tomás Antonio Sánchez falleció en Madrid, en 1802, con 77 años. En 1925, con motivo de los 200 años de su nacimiento, la Sociedad Menéndez Pelayo le rindió un sentido homenaje en Santillana, Comillas y Ruiseñada.
La labor filológica de este autor –en especial, su trabajo sobre la literatura medieval castellana– fue inconmensurable; no obstante, la tardía publicación de la mayoría de sus obras impidieron que alcanzara en vida la fama merecida. Dejando al margen su desempeño dentro de la Real Academia Española, en la que se encargó de las equivalencias latinas del diccionario durante decenios, su trabajo lexicográfico fue –en la mayor parte de las ocasiones– subsidiario de su labor como editor de textos antiguos, de los que solía realizar un estudio filológico, y de los que solía extractar una lista de palabras en castellano antiguo, ininteligibles ya para el lector de finales del siglo XVIII. Así, entre 1779 y 1790, llevó a las prensas su Colección de poesías Castellanas anteriores al siglo XV, dentro de la cual incluyó amplios vocabularios sobre el léxico del Cantar de Mío Cid, de las obras de Berceo (ca. 1198-antes de 1246), del Libro de Alexandre y del Libro de Buen Amor. En 1842 llegó a las prensas parisinas un volumen en el que quedaron compendiados los diferentes vocabularios que Sánchez había incluido en los diferentes tomos de su colección. En el año 1864 apareció en el mercado una nueva edición de su colección de textos medievales, editada por Pedro José Pidal (1799-1865), que amplió la obra del de Ruiseñada y mantuvo sus tablas de vocabulario, pero –por segunda vez– compendiadas en una sola lista. Desde mediados del siglo XIX, y hasta mediados del siglo XX, la obra de este gran estudioso fue reimpresa en numerosas ocasiones, y sirvió de base para la nueva oleada de investigadores adscritos a la Escuela de Filología Española.
Jaime Peña Arce