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Ángel de los Ríos fue un historiador, arqueólogo, filólogo aficionado, periodista, polígrafo, académico y erudito español del siglo XIX. Nuestro autor nació en la localidad de Proaño (Hermandad de Campoo de Suso, Cantabria) en el solar que su familia, claro exponente de la vieja hidalguía montañesa, poseía desde hacía generaciones. El ambiente familiar, culto y conservador, marcado por el orgullo de clase y el apego al terruño y a la tradición, marcará –junto con la precaria salud de buena parte del clan– el periplo vital del campurriano. Tras pasar su infancia en Proaño, Ángel de los Ríos aprendió las primeras letras en la capital de la comarca, Reinosa (Cantabria), para después ampliar sus estudios en Briviesca (Burgos) y El Burgo de Osma (Soria), donde se alojó en casa de la familia de Ruiz Zorrilla (1833-1895), de ascendencia pasiega y futuro presidente del consejo de ministros. En esta localidad soriana, a la que arribó en los años finales del decenio de 1830, de los Ríos asistió a los últimos cursos impartidos por la Universidad de Osma o de Santa Catalina, cerrada en 1841, notable institución durante el Siglo de Oro, pero ya decadente y convertida en foco de agitación carlista –Ángel de los Ríos simpatizó con esa ideología durante toda su vida–. En 1843, con tan solo 20 años, se licenció en Derecho por la Universidad de Valladolid. Culminado su periodo formativo, comenzó a desempañar distintas responsabilidades civiles (hasta 1850) en diversos municipios castellanos: primero en Reinosa, Salamanca y Zamora, donde gestionó los almacenes de sal y granos; y después en Burgos, ciudad en la que fue jefe de negociado de Obras Públicas durante tres años. En 1850 nuestro autor decidió probar suerte en Madrid; en la capital fue durante seis años redactor jefe del diario carlista La Esperanza. También se dedicó a traducir –desde el francés, y en consonancia con su espíritu romántico y notable erudición– una colección de poemas mitológicos escandinavos, Los Eddas (Imprenta de la Esperanza, Madrid, 1856), lo que le valió el reconocimiento del mismísimo rey Carlos XV de Suecia (1826-1872). En 1856 el agravamiento de la sordera que venía padeciendo desde los 20 años, causada por un tifus, junto con la muerte de su madre lo forzarán a regresar a su Proaño natal y a su blasonada torre medieval (aún en pie en la actualidad) y a residir allí hasta su muerte. En esa aislada localidad –que solo abandonó algunos veranos, en los que se instaló en un viejo caserón, perteneciente también a la familia, situado en la alta montaña cantábrica: la llamada casa de Tajahierro– de los Ríos compaginará la gestión de su hacienda y la administración de justicia entre sus vecinos –fue su alcalde entre 1883 y 1887–, al uso de un señor feudal, con la dedicación a diferentes estudios y actividades eruditas: realizó las primeras excavaciones en la ciudad romana de Julióbriga (Campoo de Enmedio, Cantabria) y otros trabajos sobre monumentos y estelas célticas, fue precursor del estudio del románico de la zona, escribió ensayos históricos sobre la Castilla medieval, asumió el cargo de cronista oficial de la provincia y continuó con las colaboraciones periodísticas. En 1866 ingresó como miembro correspondiente, estrenando esta categoría recién creada, en la Real Academia de la Historia y, entre 1871 y 1872, fue diputado provincial en las filas carlistas. Los últimos quince años de su vida fueron tremendamente oscuros: tras verse solo, en parte por la temprana muerte de buena parte de sus familiares, y, en otra, por el asilamiento producto de su propio carácter, decidió contraer matrimonio con una criada y alumbró dos hijos –siendo ya sexagenario– a los que apenas podía mantener, pues su extrema generosidad había mermado enormemente su patrimonio. Pese a su aislamiento, nuestro autor mantuvo correspondencia asidua con otros montañeses ilustres: José María de Pereda (1833-1906), los hermanos Menéndez Pelayo, Marcelino (1856-1912) y Enrique (1861-1921), Marcelino Sanz de Sautuola (1831-1888), descubridor de las cuevas de Altamira, o con Antonio López y López (1817-1883), primer marqués de Comillas. El carácter quijotesco, soñador, noble, solitario, decadente, agrio y desencantado del autor de Campoo es idealizado por su amigo Pereda dentro de la novela Peñas Arriba –encarnado en el personaje conocido como «El sordo de Provedaño», alter ego del campurriano– como quintaesencia de los extintos hidalgos montañeses, representantes de un mundo patriarcal próximo a desaparecer tras la imposición del Liberalismo sobre los escombros del Antiguo Régimen.
Ángel de los Ríos desempeñó una labor filológica complementaria a su faceta como historiador. Así, llevó a las prensas su Ensayo histórico, etimológico y filológico sobre los apellidos castellanos [...], texto del que nunca estuvo especialmente orgulloso, y en el que, a través de la descripción del devenir de la Castilla medieval y moderna, con especial mención a sus protagonistas, el autor va desgranando –en muchos casos, a partir de propuestas genealógicas– el origen y la etimología de los patronímicos de esos próceres de la historia castellana. El texto, junto con una obra muy parecida de José Godoy Alcántara (1825-1875), mereció el reconocimiento de la Real Academia Española. Aparejado a este reconocimiento, comenzó una relación de colaboración entre de los Ríos y la Docta Casa, hasta el punto de que un considerable número de los nuevos provincialismos de Santander incluidos en la edición del diccionario académico de 1884 se deben a las aportaciones del campurriano.
Jaime Peña Arce