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Antonio de Capmany de Montpalau y Surís fue un militar, político, filólogo, historiador, académico e ilustrado español, activo a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Nació en Barcelona, en 1742, en el seno de una familia proveniente de la nobleza rural gerundense. Sus ascendientes ya habían mostrado iniciativa política: su abuelo destacó en las luchas contra las invasiones francesas del territorio catalán, acaecidas durante el reinado de Carlos II (1661-1700); y su padre, ya asentado en Barcelona, luchó del lado de las fuerzas austracistas durante la Guerra de Sucesión Española (1701-1713) para, decantados los acontecimientos, pasarse a las borbónicas en el momento oportuno. Con estos antecedentes, Capmany –tras aprender las primeras letras y estudiar Humanidades en el seminario de la Ciudad Condal– ingresó en el ejército: fue cadete en el regimiento de dragones de Mérida y, con 20 años (1762), participó en la fracasada campaña de Portugal (un conflicto librado en el marco de la Guerra de los Siete Años –1754-1763–, en el que Francia y España, unidas por los pactos de familia de sus monarquías, se enfrentaron a una alianza anglo-portuguesa en tierras lusitanas). Trasladado a Utrera (Sevilla) en 1769, el barcelonés abandonó la milicia y se asentó posteriormente en la capital hispalense, donde empezó a trabar relación con su círculo ilustrado, capitaneado por el limeño Pablo de Olavide (1725-1803), quien ostentaba el cargo de delegado real encargado de la construcción de las nuevas poblaciones de Andalucía. Capmany colaboró activamente con Olavide, tanto en el plano erudito –compuso un famoso libelo en el que, aunque reconoció la superioridad cultural europea, atacó la actitud antiespañola de Montesquieu (1689-1755)– como en el administrativo, pues trabajó como director de agricultura de las nuevas poblaciones que iban a construirse en las estribaciones de Sierra Morena y en la campiña cordobesa. Sin embargo, la relación entre el peruano y el catalán se quebró en 1775: en esa fecha, Olavide fue procesado por la Inquisición, y Capmany declaró en su contra. Tras la condena a su jefe y maestro, nuestro autor huyó a Madrid, y buscó la protección del Conde de Floridablanca (1728-1808), quien le proporcionó un humilde puesto funcionarial que desempeñó durante ocho años (1775-1783). Paralelamente, fue nombrado miembro de número de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras y de la Real Academia de la Historia (1774), en esta última corporación ocupó el cargo de secretario perpetuo desde 1790 (aunque renunció en 1801). De su labor como académico destaca su trabajo como censor de libros, tarea en la que dejó patente su rigor filológico y su sentimiento filo-catalán, así como su defensa del sistema gremial; durante estos años se evidenció de forma clara su evolución ideológica, ya que pasó de una tendencia afrancesada –cultivada durante sus años en Andalucía– a un profundo sentimiento de rechazo hacia todo lo francés, sentimiento agudizado por el acercamiento que el ministro Godoy (1767-1851) fue realizando, durante los primeros años del siglo XIX, hacia la Francia napoleónica. En 1808, tras la marcha de Carlos IV (1748-1819) y Fernando VII (1784-1833) al país vecino, y tras la firma del Estatuto de Bayona y el ascenso al trono español de José I Bonaparte (1768-1844), las críticas de Capmany contra Godoy se hicieron acerbas, por lo que el ya sexagenario barcelonés hubo de huir –a pie– a Sevilla, donde se puso bajo las órdenes de su Junta Central, opuesta a la, de facto, ocupación francesa. En 1810, ante la presión militar gala, Capmany se trasladó a Cádiz, ciudad en la que participó activamente, dentro del sector liberal, en las labores de redacción de la Constitución de 1812. Durante esas discusiones defendió posturas muy contradictorias para su tendencia ideológica: por un lado, se significó en la defensa de la libertad de imprenta y apoyó a la supresión del Santo Oficio; y por otro, continuó con su defensa de los gremios. Antonio de Capmany falleció en Cádiz, en 1813, con 71 años, víctima de la fiebre amarilla. En 1857, sus restos fueron trasladados a Barcelona y sepultados en el cementerio de Poblenou. El marchamo de mal catalán, otorgado por algunos intelectuales de la Reinaxença decimonónica, creó el caldo de cultivo para la posterior profanación de su sepultura, que tuvo lugar en 1936, al inicio de la Guerra Civil Española (1936-1939).
El trabajo filológico de este autor fue prolífico y, en una parte muy significativa, quedó manuscrito; posteriormente, algunos de esos textos han visto la luz en ediciones modernas. El eje vertebrador de su producción fue la comparación entre la lengua española y la francesa, de la que era un perfecto conocedor. Igual que en el plano político, la opinión de nuestro autor sobre la lengua del país vecino –tanto en lo que atañe a su propia naturaleza como a su influencia sobre la castellana– fue variando: pasó de la admiración a un fuerte recelo, y de ahí, a la censura. La primera obra compuesta por Capmany fueron los Discursos analíticos sobre la formación y perfección de las lenguas y sobre la lengua castellana en particular, inspirada en su discurso de ingreso en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras; este texto –cuyo paradero se desconoce– solo nos ha llegado, de forma fragmentaria, por una serie de notas incluidas por el bibliófilo Juan Sempere y Guarinos (1754-1830) en la Biblioteca española de los mejores escritores españoles del reynado de Carlos III, vol. 2, Imprenta Real, Madrid, 1785, págs. 139-144. Parece que los Discursos analíticos […] constaban de cuatro partes: la primera, que trataba sobre el origen de las lenguas; la segunda, sobre el origen, concretamente, de la lengua castellana; la tercera, sobre la imperfección de esta; y la cuarta, sobre sus buenas cualidades gramaticales en comparación con el francés. Ese mismo año, el barcelonés llevó a las prensas su Arte de traducir el idioma francés al castellano […] –reeditado en 1825 (Imprenta de J. Mayol, Barcelona), en 1835 (Vicent Salvá e hijo, París) y en 1839 (Joaquín Verdaguer, Barcelona)–, obra más práctica que teórica, dividida en cuatro bloques: el primero, en el que trata de las partes de la oración en francés; el segundo, que incluye un vocabulario de los idiotismos de la lengua francesa; el tercero, que es un diccionario de gentilismos; y el cuarto, un repertorio de nombres propios. La mayor parte de la investigación ha visto, detrás de esta obra, el interés de su autor por articular, de manera adecuada, la influencia del francés sobre el español; solo a la luz de sus obras posteriores, una parte de la crítica ha señalado que el verdadero interés de Capmany fue blindar la lengua de Cervantes ante una excesiva contaminación de galicismos. En 1805 publicó el Nuevo diccionario francés-español, obra compuesta, tras seis años de trabajo, con el fin de que el público español dispusiera de un diccionario francés-español de calidad, en contraposición –en su opinión– a los de Cormon (¿finales del siglo XVIII?-¿segunda mitad del siglo XIX?) y Gattel (1743-1812); este diccionario fue reeditado en 1817. El definitivo cambio de criterio respecto a la lengua francesa cristalizó, por un lado, en las Observaciones críticas sobre la excelencia de la lengua castellana, texto publicado como introducción a la segunda edición (Imprenta y estereotipia de M. Rivadeneyra, Madrid, 1852-1853) del Fundamento del vigor y la elegancia de la lengua castellana, del jesuita Gregorio Garcés (1733-1805); con posterioridad de realizaron ediciones exentas en 1920 (Sucesores de Hernando, Madrid) y 1991 (Universidad de Salamanca, Salamanca), esta última, con abundante aparato crítico. Y por otro lado, en Centinela contra franceses, publicada en múltiples ciudades españolas (también en Manila y en Ciudad de México) entre 1808 y 1810; además, en entre 1809 y 1810 también vio la luz en numerosas prensas estadounidenses bajo el título de The anti-Gallican sentinel (Ezra Sargeant, Nueva York; Benjamin Edes, Baltimore y Fry and Kammerer, Filadelfia). Otras obras, centradas ya en exclusiva en la lengua castellana, fueron la Filosofía de la elocuencia, texto que resalta las cualidades de una adecuada dicción –fue reeditada en tres ocasiones a comienzos del siglo XIX, la primera vez en Londres (H. Bryer, 1812); después en Gerona (Antonio Oliva, 1822 y 1826), en Barcelona (Imprenta de Sierra y Martí y Juan Francisco Piferrer, 1826) y, nuevamente, en Gerona (Antonio Oliva, 1836); a finales del siglo XX volvió a ver la luz en una imprenta madrileña (Lex Nova, 1994)– y el Teatro histórico-crítico de la elocuencia española, donde se hace una defensa de la lengua española a partir de fragmentos de diversos escritores del Siglo de Oro; texto reeditado en 1989 (Pentalfa Ediciones, Madrid). Además de todas estas obras, existe constancia de que Capmany dejó sin publicar los siguientes títulos: Apuntaciones para un diccionario filosófico de la lengua castellana, Clave general de ortografía castellana, Diccionario de los nombres de las partes de que se compone un barco, Diccionario fraseológico de la lengua francesa y española comparada, Ensayo de un diccionario portátil castellano y francés, Frases metafóricas y proverbiales, Plan alfabético de un diccionario de sinónimos castellanos, Plan de un diccionario de voces geográficas de España, Pruebas de la filiación latina de la lengua castellana y Reforma del diccionario galo-castellano o Gramática patriótica. En definitiva, la labor filológica de Capmany fue inconmensurable y, aún hoy, sigue siendo muy desconocida; esta situación no ha sido óbice para que parte de la investigación considere la obra de Capmany como la cima de la filología española del siglo XVIII.
Jaime Peña Arce